. . . abrazaré mi infancia. La arrullaré, y enrollará mis cabellos blancos en sus dedos. Trataré de no hablarle, evitaré advertirle lo que pasará conforme pasen los años. No lo diré nunca, lo prometo.
Contemplarla será suficiente para darme cuenta de lo cerca que estoy de llegar a ese estado de inocencia. Mis arrugas profundas, surcos de experiencia, no me servirán para contener el llanto emocionado. Ni mi sabiduría comprada a base de tropiezos y vivencias controlará mi alma compungida. La madurez de la que presumo se verá opacada por la feliz ignorancia de los primeros años, cuando todo es un nuevo descubrimiento. No haré como aquel maestro que se aconsejó a si mismo, cuando el tiempo o la vida, -porque no se sabe cual de los dos es el eterno- le ofreció verse viejo y joven a la vez, en el mismo lugar y espacio místico. Porque nadie aprende a usar su consciencia antes de los errores.
Cuentan los anales del país verde, que un viejo se vió atormentado la mayor parte de su vida, porque durante su niñez soñó un éxodo, hombres y mujeres caminando hacía rumbos distintos. Mientras él, arrastraba una rama con la que marcaba líneas ziszagueantes pensando que al terminar la guerra él podría volver por ese camino. Pasó el tiempo, se escucharon rumores de paz y el ángel destructor fue derrotado. Y mientras se disponía a regresar las marcas del camino ya no estaban, la tierra las borró, como borra la memoria y el olor de los muertos. Fue un sueño profético pues años más tarde sería parte de los exiliados, los que contemplan desde la montaña la tierra que no vuelve a recibirlos.
. . . decía, que, el silencio será el mejor camino, porque si bien decía el único apóstol de realidades irrefutables, que es suficiente el mal de cada día. Y preparé mi partida, cuando la noche llegue y las estrellas se escondan a mi vista, y la Luna sea un punto apenas distinguible en perpetuo movimiento. Cuando ya no llegue a contemplar el alba y esten vestidos mis años del ocaso. Cuando mis manos temblorosas se apoyen torpemente en el bastión, y mis pies se arrastren y en mis brazos se resalten las venas. Ese instante en que tenga mi memoria vaga borrosa y el árbol de la vida caduque. Sólamente así me despediré de los años que empiezan, para seguir en la misma rotación, sobre el mismo punto, donde la vejez y la infancia de un ser humano se encuentran evitando que el lenguaje dañe el momento. Es así cuando la vida y la muerte, la niñez y la vejez, y todo lo que sea opuesto, llega a ser momentáneamente mágico y eterno.